jueves, 20 de noviembre de 2014

El mito de la mujer que fracasa


Ahí, parada al lado de Zeus, La Llorona y los unicornios, está la mujer que fracasa. Es casi imposible creer en las mujeres que pierden a lo grande cuando nos han enseñado que nosotras podemos hacerlo todo. Estamos seguras de que no hay cosa que haga un príncipe azul en su caballo blanco, que una damisela en apuros no pueda hacer por sí misma. 




Gracias al trabajo que nos cuesta encontrar puntos medios, después de que nos dijeran que no podíamos hacer un jurgo de cosas, nos dedicamos a demostrar que sí, que somos capaces de hacerlo todo y encima, en tacones. Estamos empeñadas en parquear en reversa a la perfección, en mantener la casa como una vajilla china y la relación como la de Verozco y Achury, en ser ejecutivas brillantes para no depender económicamente de nadie, y en ser jóvenes y bellas mientras solitas abrimos cualquier cantidad de tarros de mermelada (light).

Y entonces, si podemos hacerlo todo ¿Por qué a veces no?
El fracaso está siempre ahí, esperando en su oscuridad abrazadora a hacernos bajar la mirada al piso, para recordarnos que no somos diosas sino simples mortales. El fracaso nos recuerda lo que nunca aprendimos. Como un amigo de toda la vida, que cada vez que me gana en Preguntados me dice que las mujeres no tenemos el gen del saber perder. Puede ser que mi amigo esté exagerando porque sabe que al fin de cuentas le he ganado el doble de veces que el a mí, o quizás sí, quizás el estrógeno no deja lugar para conocer la derrota y serle amable. Con el agravante de que a medida que pasan los años los encuentros con ella se vuelven más largos y frecuentes.

Para mí, todo se jodió en el momento en que la Barbie, no contenta con ser ella, empezó a tener cientos de profesiones, a ser la mamá de Kelly y la esposa de Ken. En mi caso, no era Ken sino el Batman de mi hermano (lo cual sólo empeoró las cosas porque ya no tenía que llevar a la casa un novio sino un superhéroe). A lo mejor sabríamos no tenerlo todo si por lo menos cuando decidieron darle a Barbie todo ese equipaje, le hubieran bajado una talla de brassiere, pero no. 

A la idealización de la mujer se le impone cortante la realidad: Una relación feliz que terminó hecha una sola tristeza, una cuenta bancaria desierta, una familia quebrada en pedacitos, un número en la balanza, una casa patas arriba, un corazón que hace rato no siente nada o un trabajo que nunca nos ha hecho sentir nada. En fin, a la deidad de mujer que todo lo puede se le impone la mujer al otro lado del espejo, que nos mira con cara de intento fallido preguntándonos donde hijueputas están sus superpoderes.

¿Y los hombres? Ellos ahora hacen acrósticos de lo maravillosas que somos las mujeres, de las verraquitas que sacan adelante familias enteras, de las caras de rosa sin cuya existencia nada valdría la pena. Especialmente los 8 de Marzo, siempre aparece algún man con una tarjeta de gusanito.com a recordarle a uno que lo que les pidamos lo pueden, y si no pueden no existe, y si no existe se lo inventan por nosotras; porque somos pues la bomba. Y encima uno tiene que darle las gracias.        

Pero nadie habla de lo que es ser una mujer que fracasa, nadie puede hablar de una divorciada sin tapujos, nadie se imagina a una mujer quebrada y en la ruina, nadie sabe poner en palabras, o escribir en un blog, lo que es mirar la vida de una mujer y decir “¡Esto es una mierda!”. El mito de la mujer que fracasa es una realidad y no hay nada que hacerle. Así son las cosas. Las mujeres también fracasamos, fallamos majestuosamente, perdemos sin saber perder. 

Gracias a la aceptación del fracaso femenino, quién nos quita, podamos encontrar el éxito como lo describía Churchill, como ese aprendizaje de ir de fracaso en fracaso sin desesperarse. Quién nos quita, un día, por encima de ese nudo en la garganta que no deja hablar, podamos decir: “Si perdí, la cagué, fracasé. ¿Y qué?”

Para poder comenzar de nuevo.




Laura Viviana Ortíz 

miércoles, 19 de noviembre de 2014

Cuando la marca es lo de menos


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Desde que estaba en noveno grado colecciono la revista Vogue Latam. No estoy suscrita para recibirla en la casa porque salir a comprarla se me convirtió en un ritual poco eficiente, pero al que le he cogido cariño. También compro las extranjeras cuando puedo y en total ya tengo tantas ediciones en mi cuarto que me va a tocar sacar la cama.

Años después de consolidarme como una fiel lectora empecé a tapar con los dedos el nombre de la casa de modas sobre las fotografías y a tratar de adivinarlo. Es un juego con el nivel de interacción social que más me gusta y se puede convertir en la versión para adultos de 'Adivina Quién' con sólo preguntar: "El diseñador tiene bigote?", "El diseñador usa sombrero?", "El diseñador tiene el pelo blanco, gafas oscuras, corbata negra y camisa blanca? Es Karl!". El fundamento del juego es mucho más ciencia que arte, pues la moda utiliza símbolos en clave a través de los cuales se crean significados superiores, y esos significados superiores están ligados a las marcas más sustanciosas. Así un vestido con malla y líneas rectas es el sporty chic de Alexander Wang, o un rojo Valentino es como si el mismísimo diseñador se hubiera inventado el color antes que la naturaleza. O Dior, que no necesita imprimir su nombre en los tantos vestidos reinventados a partir del New Look para llamarlos suyos. Así, los detalles de las prendas que desfilan en las pasarelas del mundo no son tendencias ni son literales, sino que hacen parte de un estilo y le dan a la moda un sentido figurado.  

Cuando aparece el logo visible en las prendas, la historia es otra. Es muy fácil identificar la marca cuando te la dicen sin misterio, por ejemplo, si una prenda tiene un cocodrilo es Lacoste, si tiene una iguana es un overol de Ecopetrol. Un bolso de cuero con el monograma de Louis Vuitton, es Louis Vuitton, a menos que sea en cuerina en ese caso es Louis Buitton. En la moda rápida también hay marcas que le ponen un sello logotípico a su ropa, como Abercrombie, que a modo de clave encriptada siempre escribe sobre sus camisetas ABERCROMBIE en una tipografía filial de Comic Sans en tamaño 48. 

Hace como 10 años (creo) era una tendencia ponerle la marca visible a todo, especialmente en marcas de retail. Así fue como Bebe imprimió sus cuatro letras en pantalones de terciopelo y les diría donde pero no quiero ser repetitiva. El año pasado (creo) la casa parisina de lujo Céline, imprimió su nombre en una camiseta blanca como si eso lo dijera todo, y en efecto, lo hacía. Pero el problema de usar la ropa como un lienzo para la marca es que el nombre haría parte fundamental del diseño, de una temporada o dos, y luego el nombre, como la prenda, como el tiempo...pasa. Esa camiseta blanca de Céline se regó como epidemia de lujo en el estilo de las calles de todo el mundo y ya muchas de sus dueñas están ofreciéndola a un precio bajo por eBay.  En lo personal, no me gusta ser una valla ambulante y no me pondría un chaqueta que en la espalda dijera Nike o Moschino a menos que me pagaran. Si lo piensan bien es como un carro con el sticker de Herbalife en la puerta.

Las personalidades de la moda saben que es el diseño de las prendas y no su etiqueta lo que más le aporta al closet de un comprador. Menos mal, porque si no, seguiríamos sufriendo de ceguera marquillera, donde ni siquiera sabemos si una prenda nos gusta o no porque estamos cegadas por nuestra opinión de la marca. La ceguera marquillera es la misma que no deja comprar en Studio F, a pesar del exhaustivo y juicioso trabajo de investigación de tendencias que hacen desde hace un par de años, y la misma enfermedad ocular que hace que la gente se compre UNA VAINAS sólo por el nombre que tienen impreso: 


Zapatos Dior

Bolso Louis Vuitton

Camiseta Armani Exchange
Crocs Nike

Cuando estés frente a tu closet, coge tus prendas con logotipos y tápalos. Hazlo con ese bolso Michael Kors sin el llavero de MK, al Longchamp sin el caballo de carreras en relieve, a esa camiseta ajustada de Hugo Boss, o a ese saco de capota de American Eagle. Si la respuesta es un no, hay que empezar a entender que las marcas son un referente mas no una garantía, y que cuando el diseño es relevante, la marca es lo de menos. 

sábado, 8 de noviembre de 2014

El apéndice del closet





Ese par me está mirando. Lo sé. 

Me está mirando con expresión sobradora, con cara de que ganó antes de empezar a jugar. Es la cara que hace uno cuando ve que el parcial que le tocó es igual al de semestres anteriores que usó para estudiar, que es la misma cara que hace el arquero cuando ya sabe hacia dónde le van a cobrar el penal. No me pregunten cómo un par de zapatos me hace esa cara, pero la hace. Ellos dos son mi última adquisición, un par de zapatos... de tacón, claro, no es de buena educación desacostumbrarse a las malas costumbres. Ambos me miran y saben que me los voy a poner, no les importa - ni a mí- si tengo que caminar largas distancias, darle vueltas a la muralla China o hacer transbordo en la estación del Ricaurte. Tampoco les importa si me he puesto tacones los últimos 8 días o si van a seguir con esa costumbre Murphiana de clavarse en cualquier grieta de la agrietada y hermosamente estropeada Bogotá. 

El dilema, que no es en realidad uno, es si deba elegir a ese par de zapatos vertiginosos, limitantes por su condición de no estar hechos para caminar, o si por el contrario deba hacer lo que dictan la lógica y la ingeniera que habita en mis rincones y me dice que me vaya por esos botines negros planos que cumplen con su función primitiva de proteger mis pies. Qué curioso que existan zapatos que no están hechos para caminar. Son como un policía de transito donde ya hay trancón, o más exactamente, son cómo el apéndice que sólo sirve para enfermarse. Eso son los tacones: el apéndice del closet femenino. 

Si parecen sólo servir para hacer del caminar algo doloroso en lugar de práctico y placentero, ¿Por qué siempre terminamos volviendo a ellos?  Quizás para algunas es un requisito social que nos tocó por default, o para otras es la única manera de ganar unos centímetros y atenuar el complejo de perfume fino. Pero si tú eres de las mías sabrás que treparse en esos objetos es algo más, es la música del taconeo como banda sonora al caminar, y es el deseo femenino, íntimo y personal satisfecho, porque aunque a veces nos vistamos para los hombres, siempre nos calzamos para nosotras. Cuando una mujer camina de puntitas algo pasa, algo que la hace sentir diferente, algo que no existe en ningún otro lugar. 

Así esos tacones, los que me hacen cara de celador argentino que se cree el dueño del edificio, trascienden su condición física y adquieren un significado desde otras dimensiones. Quiere decir que la madera, el cuero y el metal de la punta del tacón no están hechos de átomos sino de feminidad y feminismo, están hechos de lo poderosa que me siento en ellos, de auto-confianza, de un deseo irracional, caprichoso, obsesivo y reincidente, están hechos de fetiche y felicidad. Es igual para todas las mujeres que ejercemos la práctica de caminar en tacones como si fuéramos trapecistas del Circo de Sol. Esos zapatos que elevan y empinan, son una extensión de nosotras mismas y por eso siempre volvemos a ellos, como la botella con el mensaje del náufrago a la isla desierta. Siempre vuelve.  Las veces que creo que no vuelvo a ellos es porque nunca me he ido, porque nací con tacones y desde ese entonces no me los quito.

Si tenemos zapatos que empoderan, expresan nuestro carácter, nuestras intenciones, nos dan conciencia de nuestro cuerpo, de nuestra mente e inteligencia ¿quién necesita un par que lo único que tienen para ofrecer es servir para caminar? No tengo nada en contra de lo cómodo y lo práctico, simplemente elijo otros propósitos porque mis prioridades son diferentes. El dilema que antes no era un dilema ahora ya ni existe. Si me hacen la típica pregunta de ¿Cuál es la parte de tu cuerpo que más te gusta? elijo responder  'el apéndice'.  Si me preguntan por mi predilección dentro del closet diré lo mismo, que amo lo inútil y lo extravagante. El apéndice es bien curioso, porque pareciera que sólo sirve para enfermarse pero encierra todos los misterios de la evolución, de lo que somos, tal y como los tacones.