lunes, 27 de abril de 2015

El Caribe de la Capital



Recuerdo que hace unos años, en uno de mis primeros viajes fuera de Colombia, cuando me dieron por primera vez esas ganas urgidas de irme seguidas inmediatamente por las ganas de volver, me pasó algo muy curioso y hasta hace poco me enteré que no era la única que lo vivió así.

En el verano del 2011 estaba en Berlín en un pub en el sótano del hotel, rodeada de gente de todo el mundo, donde pareciera que estuviéramos divididos y etiquetados por el lugar de donde veníamos. Los árabes, los latinos, los gringos y los alemanes, dividíamos el espacio de tal manera que parecíamos un mapa político. Cuando empezamos a revolver las culturas, con los cócteles y los idiomas, ocurrían tres cosas: Pasaban de la timidez a raparse el micrófono del karaoke, empezaban a salpicar el inglés universal con palabras de su casa hasta volver las conversaciones incomprensibles y yo, tenía cada vez menos idea de cómo contestar a la  única pregunta de rigor.  
La pregunta era esta, rotunda y simple: "Where are you from?". Entonces, yo en la mitad de una sonrisa, decía "I'm Colombian" y me sonaba rarísimo, sentía como si detrás mío aparecieran una papayera y una marimonda, y mis hombros se empezaran a sacudir desde el inconsciente al mismo que tiempo que mis caderas se ensanchaban y mi inglés se parecía más al de Sofia Vergara. Cosa que nunca, jamás en todos mis años de vivir en Bogotá, me había pasado. Al parecer, nunca había sido tan colombiana como cuando me fui.

Para mi, siempre había sido rola, cachaca, y eso se hizo evidente cuando entré a la universidad y me hice amiga de un grupo intercultural con 12 personas de todo el país donde yo era la única bogotana, mejor dicho, un salpicón lleno de sabor donde yo era la papaya. Como es de suponerse me enteré que no bailaba tan bien como creía, que los bogotanos sí tenemos acento y una fama de aburridos y de malagradecidos, que no nos hace justicia.  

"Es que Bogotá es como otro país dentro de Colombia" me dijo una gran amiga mía, muy querida y muy costeña, "es una vaina diferente que nadie sabe qué es". Yo creo que esa falta de identidad Bogotana no es producto de otra cosa más que una congestión de identidades externas que conviven en ella. La cultura norteamericana que nos contagia a la velocidad del rayo, los restos europeos, los paisas que llegan, los costeños que hace rato están instalados aquí, y tanta gente de otros sitios que se sienta en nuestros buses, mueve nuestra economía y reniega de esta ciudad que es como una matrona que recibe a todos sus hijos con los brazos abiertos.  

He intentado en los años que han pasado desde esa primera vez en Berlín, sentirme otra vez así estereotípica, latina y tropical, sin mayor victoria. Pero tampoco me he sentido identificada con esa urbanidad radical y fría con la que describen a Bogotá y de paso a nosotros, los bogotanos. Para mí, lo único que tiene esta ciudad de nevera, es el carro de los helados que pasaba por mi casa a la mitad del día, anunciando con su canción que un sol precioso se escurría derretido por toda la montaña. Además, en este preciso momento está haciendo un calor, que de no ser por los trancones que veo desde mi ventana creería que estoy en Flandes. Mientras escribo, suena en mi computador - tristemente - la voz de Leo Marini cantando ese bolero que dice:

 "Caribe soy, de la tierra del amor, de la tierra donde nace el sol, donde la verdes palmeras se mecen airosas al soplo del mar".

Entonces, soy esa adolescente viajando por Europa diciendo que es colombiana como si no fuera ninguna otra cosa, como si ser colombiana fuera todo en la vida. Y no me incomoda aunque mi inglés no sea el de Sofía Vergara, sino  peor,  el de Celia Cruz del que ella decía  'is not very good looking'. 

Ser Bogotana es una cosa complicadísima porque depende del contexto. Afuera de la patria ser bogotana es ser costeña, en Barranquilla ser bogotana es ser frígida y acá en Bogotá, ser bogotana es ser una mezcla de todo y hacer lo mejor que uno pueda con eso. Que bueno sería meterle más tropicalidad a esta urbe, tomar más jugo de corozo con el ajiaco y decorar con más palmeras el asfalto para hacer de esta, una ciudad más colombiana, una ciudad mejor. Tal vez así, Bogotá dejaría de cargar con la culpa de las penas de este país y sería recordada como lo único que importa, como la ciudad que fue para Gabriel García Márquez. De esa capital que lo acogió en su época estudiantil. él escribió: "[Bogotá] se renconcilia con el trópico en la nostalgia y en todos estos años no ha sido otra cosa que una playa verde y desmedida a 2.600 metros sobre el nivel del mar". Qué esperanzadora esa visión de Bogotá por un caribeño con todas las letras, yo quiero vivir en esa visión y vestir a la mujer bogotana de caribe porque creo al igual de Gabo, que esta planicia tiene mucho de mar y ojalá le haya cruzado alguna vez por la mente, la idea absurda de que esta selva de cemento también tenga mucho de Macondo. 

viernes, 13 de marzo de 2015

8 pequeños placeres del vestir













El otro día estaba cenando con mis amigos del colegio, los de siempre, después de 6 años de no estar todos en la misma zona horaria. Hicimos un brindis con vino blanco, por fin habíamos cambiado ese jugo de lulo rendido que daban en el colegio y nos sentíamos tan evolucionados, tan adultos, tan otros (Antes de pagar y de sentirnos tan vaciados, tan nosotros). Estábamos ahí cenando y riéndonos, cuando me di cuenta de que una salida insignificante significaba en realidad, todo un mundo, todos los lugares que habíamos recorrido, todas las personas que habíamos conocido, las pelis que vimos y las canciones que bailamos en estos años, significaba también todo lo que nos habíamos querido pero sobretodo, lo que nos habíamos extrañado. Ya no nos extrañábamos más y esa felicidad no era pequeña.  No me sorprende encontrarme trozos de felicidad en la cotidianidad, siempre pasa, en las películas, en la vida, en TNT, donde sea, pasa. En el transmilenio, en el desayuno, en el armario- pensé- también pasa que uno se encuentra un mundo en una irrelevancia. Vestirse está lleno de placeres pequeñitos que son deliciosos, vestirse es como ver a mis amigos a diario y decirles que los noto, que noto la felicidad que me dan sus pequeñeces, la dicha que me da no extrañarlos más.

Credits: Ana Lee and Inslee Haynes illustrations. 

miércoles, 11 de marzo de 2015

Mi abrigo gris

Tengo un abrigo gris que no tiene sombras, ni una ni cincuenta. Es un cuerpo entero que no se degrada ni tiene matices, no cambia desde ningún ángulo, es siempre igual desde donde se le mire. Es un abrigo que uso cuando estoy en invierno, pero como toda mi vida he vivido en Bogotá (salvo por un par de meses), el invierno es una estación que está en mí y no yo en ella. Para mi, el invierno es un ciclo del cual se sale pero al que siempre se vuelve. No me gusta usar otras palabras, no me gusta decir que me sumo en tristezas o que me siento deprimida, no creo en eso porque desde pequeña escucho mucha salsa y porque me molestan todas las fotografías del tipo de unos pies descalzos en los rieles de un tren o de un ojo con una lágrima de sangre. Todo eso me parece la quinta pata del gato que es la vida. Así que en lugar de estar triste, para mi, simplemente estoy en invierno y eso significa que sólo me quiero poner mi abrigo gris. Es lo único que me quiero poner porque en invierno un abrigo es como un abrazo y hay inviernos que sólo encuentran el verano a través de los abrazos. Lo siento pero si no sonara tan ridículo, no sería tan cierto. 

Mi abrigo gris termina en puntas y me enamoré de él cuando lo vi en una tienda de Bogotá cuando acababa de llegar de un verano parisino más caliente que la tapa de la olla cuando uno chismosea en la cocina de la abuela, y se quema y maldice. Cuando lo compré no me sentía en invierno, no lo hice pensando en ese abrazo, simplemente me pareció curioso que siendo tan contingente y de ese material tan pesado, lograra evitar la rigidez y verse fluido. Era un abrazo divertido, el tipo de abrazo que te dan porque sí y no porque te estás helando por dentro. Con el tiempo, el abrazo cambió y ya no me recordaba a esa metáfora arquitectónica que pensé cuando lo compré, ya se había convertido en el abrigo del invierno interior. Como es ancho y se abre en forma de una A (mayúscula) no deja ver nada de mi desde el momento en el que me cuelga de los hombros, siento que mi cuerpo es invisible y eso me reconforta de tantas maneras en los inviernos en los que sólo quiero ser la nada ante el mundo.

No soy muy buena ordenando mis sentimientos en estantes y soy peor poniéndole rótulos a las cajas donde nunca llego a guardarlos. Soy como tantas otras personas que ven Netflix y stalkean a Kendal Jenner en Instagram hasta que todo desaparezca. Pero mi closet se ha convertido de alguna forma en un cristal que me muestra lo que yo sola no me doy a conocer; no pido un abrazo pero me pongo mi abrigo gris. Cuando escojo ciertas prendas puedo tener una idea de qué dia del año es en mi reloj interno que importé del País de Las Maravillas, todo porque mi ropa me habla, me dice cosas de mi que aún desconozco y me lleva a mi misma. Me aleja de esas cosas mías que me alejan de mí y me lleva a verdades que son mi retorno eterno. Así que en vez de pensar cómo me siento, solamente pienso en qué me voy a poner, y la respuesta va a ser justo lo que necesitaba.

P.D: ¿Hace falta decir qué tenía puesto al escribir esto? 

miércoles, 25 de febrero de 2015

Íconos de estilo canino

El primer encuentro entre la moda y los perros, en mi experiencia personal, fue un completo desastre. Tenía 6 años, era un domingo por la noche y acababa de llegar a Bogotá de un paseo familiar. En esa época usaba medias blancas hasta la rodilla tejidas en crochet por mi abuela paterna; se podrán imaginar que la mayoría de las cosas que tenía eran en crochet, o en su defecto, tenían un forro protector en crochet. Cuando llegué de Melgar a la casa de mis otros abuelos, me recibió el perro del sarcasmo: 'Danger'. Un pinscher de 20 centímetros de alto, color café y actitud de Gran Danés argentino. Se acercó a saludarme, apoyó sus dos paticas delanteras en mis medias y empezó a moverlas de tal forma que se le enredaron los hilos en las uñas. Queriendo salir desesperado, del círculo de infierno que eran para él mis medias de margaritas, me rasguñó las piernas con ganas, con ganas de matarme. La escena era así: sus ladridos, mis gritos y una llorada con mocos (porque sin mocos no vale). Los animalistas deben estar pensando que tuve la culpa de este episodio, y probablemente sí, pero de cualquier forma quedé con heridas insignificantes y un miedo profundo a los perros que solo se me pasó muchos años después, cuando abrí Pinterest. Gracias a ese encuentro, en algún lugar de mi mente quedó la impresión de que a la moda le iba con los perros como a ellos les iba con la misa. Que es la misma forma como a mi me va con los perros, y con la misa: Mal. 

Apenas ahora me doy cuenta que no tengo ni idea por qué a los perros les va mal en la misa, y también me doy cuenta que tampoco sé como les va entre vestidos, zapatos y perlas. Investigando en internet, que me permite entrar en contacto con los perros sin tener contacto, me di cuenta que hay pinschers y mujeres que han tenido mejores encuentros de estilo que el de Danger conmigo. Es el caso de Cucciolina y Anna Dello Russo. Anna, editora de Vogue Japan, ha declarado en varios medios que Cucciolina es una crítica de moda innata, que ladra cada que hay algo que no funciona bien en un outfit. Hay un alto riesgo de que a la pobre pinscher le amputen las amígdalas un día de estos, por culpa de un desfile de Jeremy Scott. ¿Habrá que llamar a Peeta? 




Anna es una de las tantas personalidades de la industria que hace performance con su super-yo canino. Desde hace un par de años, gracias la influencia de las tecnologías digitales, hoy sabemos que si el perro es el mejor amigo del hombre, también es el mejor accesorio de una mujer. El protagonismo de los seres peludos que orinan de pie, es notable más allá de las calles del centro de Bogotá, en blogs de moda y revistas de estilo. Pero no es algo totalmente nuevo, los perros ya han hecho historia en la moda; cuando el vestir emergía como arte cotidiano ente las mujeres, la biblia ya proclamaba a los perros como discípulos del estilo. Vogue ha sacado numerosas fotografías editoriales perrunas, y yo no saco ni a pasear al perro de mis abuelos.  


Dogs in Vogue


Fotografías de Henry Clarke en 1954. Izq. con un Poodle miniatura y un sombrero Balenciaga. Ambos definiciones de la palabra 'acariciable'. 



Dogs in Vogue

Herb Ritts fotografiando a un perro en cuya cara caben tres de Kate Moss. 

Para celebrar el pedigree en la moda, y como un cierre a mi traumático episodio con Danger, aquí les traigo una sobredosis visual de fotos de perritos. Ser una "cat person" no me quita lo ser humano, qué imágenes y que post tan adictivo, sólo les falta una serie en Netflix para ser crack.



























[Inserte onomatopeya al ver fotos de perritos, aquí]

Lo primordial para los perros en la moda es recordar que son perros y no humanos. Es buena idea procurar alimentarlos antes de que la tendencia de belleza 'Crack Addict' de Kate Moss en los 90's les llegue a ellos también.  Los perros al fin y al cabo, no necesitan ropa, ellos tienen más estilo desnudos que cualquier portada de la revista Paper. Que los perros duren en nuestro closet - sentido figurado- mucho tiempo más! 




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martes, 6 de enero de 2015

Lo que nunca nos compramos

Nada nos persigue tanto como las cosas que de verdad quisimos pero nunca nos compramos. 

Todavía me acuerdo de un saco de rayas blancas y azules con flores estampadas, que salió cuando la tendencia de mezclar estampados apenas emergía, unos tres años atrás. Me acuerdo muy bien de sus botones dorados, de borde trenzado y centro navy, y de las manguitas tímidas que terminaban en la muñeca. El saco me gustó desde el primer momento, pero había llegado en una etapa de mi vida en la que no podía seguir gastándome la plata de los libros para la universidad en cosas que me hicieran feliz. Lo urgente vencía a lo importante, y hoy no me acuerdo de nada de lo que decían los dichosos libros, pero al saco le tengo un lugar privilegiado en la memoria de los arrepentimientos - la más perra de todas.

La cosa funciona así. Siempre habrá en qué gastarse la plata; las cosas que nos gustan son como los romances a esta edad, como los peces en el mar. Pero no podemos comprarlo todo, ni pescarlo todo, es obvio e incluso mejor. No todo es felicidad en las actividades amatorias ilícitas con los bancos y en los hábitos de promiscuidad con American Express, Visa y Master Card. Gracias a conclusiones como esa es que en Colombia hemos aprendido a vitrinear, que palabras más palabras menos, es la habilidad de comprar con los ojos. Pero nada de eso aplica con esas cosas que no sólo nos gustan sino que nos tienen tragados, de esas cosas que dejan de ser tangibles para convertirse en historias, historias de verdad. Esas no se pueden comprar con los ojos y tampoco se pueden dejar de mirar, Así, cómo ese saco de rayas azules y blancas, lleno de flores carmesí, en un estampado de contrastes realistas. No lo podía dejar de mirar hasta que lo tuve que dejar de mirar cuando cambiaron de colección. Se fue el barco, se agotaron las boletas del concierto, despegó el avión, se casó el amor, mejor dicho, se cerró el estadio y yo me había quedado afuera escuchando los gritos de gol.

Hace unas semanas, por la víspera de navidad estaba en Unicentro en uno de los ejercicios de paciencia más retadores del mundo: acompañando a mi abuelita a comprarle algo a mi abuelito. Sólo Dios y yo sabemos lo que dura la eternidad. Íbamos saliendo del Juan Valdéz que hay en el primer piso, ella agarrada a mi antebrazo, cuando pisó algo de pronto y se quedó tiesa. Se agachó a recogerlo pero yo le gané porque me ganó la conciencia, y agarré el pequeño objeto entre los dedos. Era dorado, redondo, brillante, trenzado en el borde y pintado de un azul mareado en el centro. Era el botón. Sí, el botón del saco de rayas y flores de hace tres años. Aunque era muy parecido puede que no fuera el mismo. pero es lo de menos, para mi era cierto. Alguien se había puesto MI saco ese día, y había caminado con MI saco por el mismo corredor, y lo que es peor, ¡le había tumbado un botón a MI saco! Si, digo MI saco porque querer así debería venir con algún tipo de derecho.

El episodio completo fue horrible, fue como ser Julia Roberts en La boda de mi mejor amigo, o como si subieran a Facebook las fotos del paseo al que no fui y  los comentarios no me permitían deducir quién fue la que se metió topless al mar y se la llevó la ola. Hay quienes pensarán que ni siquiera debió haber sido el mismo botón, pero la lección que enseña es tan bonita y tan importante, que merece serlo.  Mi saco, que nunca me compré, me estaba persiguiendo para asegurar su puesto en la memoria de los arrepentimientos. Sé que somos muchos los que tenemos un Transmilenio en hora pico ahí, somos muchos los que a veces no hacemos, no decimos, no vamos, no compramos y nos quedamos con los remordimientos en la conciencia, en el alma y en el armario. Pero esos recuerdos que son como retorcijones de la memoria son una vaina muy personal; sólo a uno mismo le importan de verdad. Es por eso que la gente que nos aconseja siempre lo contrario a lo que queremos hacer, que es muchas veces lo correcto, lo hace porque les hes fácil (En general, la gente da consejos cuando uno preferiría un puño, pero cuando se trata de un riesgo que no se debe correr, pasaríamos a preferir un tiro). Nos aconsejan que es mejor no tomarnos esa margarita porque qué oso una vieja borracha, nos dicen que no le digamos al que nos gusta cómo nos sentimos porque ese tipo es una mierda, que no tomemos ese avión porque qué peligro viajar sola por allá tan lejos. O como mi abuelito, que a sus años me dice a cada rato que descargue Spendee en el celular a ver si dejo la gastadera, Pero para hacer contraste con esa ráfaga de sabiduría yo hoy estoy acá para decirles que pueden estar tranquilos, que todo va a estar bien, que sus arrepentimientos me importan, que el tequila es para tomárselo, los te amos son para decirlos, los viajes son para emprenderlos y las cosas que nos gustan, esas, son para comprarlas. No vaya a ser que algún día vuelva a ustedes un botón a ocuparles un transmilenio que como todos,siempre vive lleno.