martes, 6 de enero de 2015

Lo que nunca nos compramos

Nada nos persigue tanto como las cosas que de verdad quisimos pero nunca nos compramos. 

Todavía me acuerdo de un saco de rayas blancas y azules con flores estampadas, que salió cuando la tendencia de mezclar estampados apenas emergía, unos tres años atrás. Me acuerdo muy bien de sus botones dorados, de borde trenzado y centro navy, y de las manguitas tímidas que terminaban en la muñeca. El saco me gustó desde el primer momento, pero había llegado en una etapa de mi vida en la que no podía seguir gastándome la plata de los libros para la universidad en cosas que me hicieran feliz. Lo urgente vencía a lo importante, y hoy no me acuerdo de nada de lo que decían los dichosos libros, pero al saco le tengo un lugar privilegiado en la memoria de los arrepentimientos - la más perra de todas.

La cosa funciona así. Siempre habrá en qué gastarse la plata; las cosas que nos gustan son como los romances a esta edad, como los peces en el mar. Pero no podemos comprarlo todo, ni pescarlo todo, es obvio e incluso mejor. No todo es felicidad en las actividades amatorias ilícitas con los bancos y en los hábitos de promiscuidad con American Express, Visa y Master Card. Gracias a conclusiones como esa es que en Colombia hemos aprendido a vitrinear, que palabras más palabras menos, es la habilidad de comprar con los ojos. Pero nada de eso aplica con esas cosas que no sólo nos gustan sino que nos tienen tragados, de esas cosas que dejan de ser tangibles para convertirse en historias, historias de verdad. Esas no se pueden comprar con los ojos y tampoco se pueden dejar de mirar, Así, cómo ese saco de rayas azules y blancas, lleno de flores carmesí, en un estampado de contrastes realistas. No lo podía dejar de mirar hasta que lo tuve que dejar de mirar cuando cambiaron de colección. Se fue el barco, se agotaron las boletas del concierto, despegó el avión, se casó el amor, mejor dicho, se cerró el estadio y yo me había quedado afuera escuchando los gritos de gol.

Hace unas semanas, por la víspera de navidad estaba en Unicentro en uno de los ejercicios de paciencia más retadores del mundo: acompañando a mi abuelita a comprarle algo a mi abuelito. Sólo Dios y yo sabemos lo que dura la eternidad. Íbamos saliendo del Juan Valdéz que hay en el primer piso, ella agarrada a mi antebrazo, cuando pisó algo de pronto y se quedó tiesa. Se agachó a recogerlo pero yo le gané porque me ganó la conciencia, y agarré el pequeño objeto entre los dedos. Era dorado, redondo, brillante, trenzado en el borde y pintado de un azul mareado en el centro. Era el botón. Sí, el botón del saco de rayas y flores de hace tres años. Aunque era muy parecido puede que no fuera el mismo. pero es lo de menos, para mi era cierto. Alguien se había puesto MI saco ese día, y había caminado con MI saco por el mismo corredor, y lo que es peor, ¡le había tumbado un botón a MI saco! Si, digo MI saco porque querer así debería venir con algún tipo de derecho.

El episodio completo fue horrible, fue como ser Julia Roberts en La boda de mi mejor amigo, o como si subieran a Facebook las fotos del paseo al que no fui y  los comentarios no me permitían deducir quién fue la que se metió topless al mar y se la llevó la ola. Hay quienes pensarán que ni siquiera debió haber sido el mismo botón, pero la lección que enseña es tan bonita y tan importante, que merece serlo.  Mi saco, que nunca me compré, me estaba persiguiendo para asegurar su puesto en la memoria de los arrepentimientos. Sé que somos muchos los que tenemos un Transmilenio en hora pico ahí, somos muchos los que a veces no hacemos, no decimos, no vamos, no compramos y nos quedamos con los remordimientos en la conciencia, en el alma y en el armario. Pero esos recuerdos que son como retorcijones de la memoria son una vaina muy personal; sólo a uno mismo le importan de verdad. Es por eso que la gente que nos aconseja siempre lo contrario a lo que queremos hacer, que es muchas veces lo correcto, lo hace porque les hes fácil (En general, la gente da consejos cuando uno preferiría un puño, pero cuando se trata de un riesgo que no se debe correr, pasaríamos a preferir un tiro). Nos aconsejan que es mejor no tomarnos esa margarita porque qué oso una vieja borracha, nos dicen que no le digamos al que nos gusta cómo nos sentimos porque ese tipo es una mierda, que no tomemos ese avión porque qué peligro viajar sola por allá tan lejos. O como mi abuelito, que a sus años me dice a cada rato que descargue Spendee en el celular a ver si dejo la gastadera, Pero para hacer contraste con esa ráfaga de sabiduría yo hoy estoy acá para decirles que pueden estar tranquilos, que todo va a estar bien, que sus arrepentimientos me importan, que el tequila es para tomárselo, los te amos son para decirlos, los viajes son para emprenderlos y las cosas que nos gustan, esas, son para comprarlas. No vaya a ser que algún día vuelva a ustedes un botón a ocuparles un transmilenio que como todos,siempre vive lleno.