miércoles, 11 de marzo de 2015

Mi abrigo gris

Tengo un abrigo gris que no tiene sombras, ni una ni cincuenta. Es un cuerpo entero que no se degrada ni tiene matices, no cambia desde ningún ángulo, es siempre igual desde donde se le mire. Es un abrigo que uso cuando estoy en invierno, pero como toda mi vida he vivido en Bogotá (salvo por un par de meses), el invierno es una estación que está en mí y no yo en ella. Para mi, el invierno es un ciclo del cual se sale pero al que siempre se vuelve. No me gusta usar otras palabras, no me gusta decir que me sumo en tristezas o que me siento deprimida, no creo en eso porque desde pequeña escucho mucha salsa y porque me molestan todas las fotografías del tipo de unos pies descalzos en los rieles de un tren o de un ojo con una lágrima de sangre. Todo eso me parece la quinta pata del gato que es la vida. Así que en lugar de estar triste, para mi, simplemente estoy en invierno y eso significa que sólo me quiero poner mi abrigo gris. Es lo único que me quiero poner porque en invierno un abrigo es como un abrazo y hay inviernos que sólo encuentran el verano a través de los abrazos. Lo siento pero si no sonara tan ridículo, no sería tan cierto. 

Mi abrigo gris termina en puntas y me enamoré de él cuando lo vi en una tienda de Bogotá cuando acababa de llegar de un verano parisino más caliente que la tapa de la olla cuando uno chismosea en la cocina de la abuela, y se quema y maldice. Cuando lo compré no me sentía en invierno, no lo hice pensando en ese abrazo, simplemente me pareció curioso que siendo tan contingente y de ese material tan pesado, lograra evitar la rigidez y verse fluido. Era un abrazo divertido, el tipo de abrazo que te dan porque sí y no porque te estás helando por dentro. Con el tiempo, el abrazo cambió y ya no me recordaba a esa metáfora arquitectónica que pensé cuando lo compré, ya se había convertido en el abrigo del invierno interior. Como es ancho y se abre en forma de una A (mayúscula) no deja ver nada de mi desde el momento en el que me cuelga de los hombros, siento que mi cuerpo es invisible y eso me reconforta de tantas maneras en los inviernos en los que sólo quiero ser la nada ante el mundo.

No soy muy buena ordenando mis sentimientos en estantes y soy peor poniéndole rótulos a las cajas donde nunca llego a guardarlos. Soy como tantas otras personas que ven Netflix y stalkean a Kendal Jenner en Instagram hasta que todo desaparezca. Pero mi closet se ha convertido de alguna forma en un cristal que me muestra lo que yo sola no me doy a conocer; no pido un abrazo pero me pongo mi abrigo gris. Cuando escojo ciertas prendas puedo tener una idea de qué dia del año es en mi reloj interno que importé del País de Las Maravillas, todo porque mi ropa me habla, me dice cosas de mi que aún desconozco y me lleva a mi misma. Me aleja de esas cosas mías que me alejan de mí y me lleva a verdades que son mi retorno eterno. Así que en vez de pensar cómo me siento, solamente pienso en qué me voy a poner, y la respuesta va a ser justo lo que necesitaba.

P.D: ¿Hace falta decir qué tenía puesto al escribir esto? 

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