Ahí, parada al lado de Zeus, La Llorona y los unicornios, está la mujer que fracasa. Es casi imposible creer en las mujeres que pierden a lo grande cuando nos han enseñado que nosotras podemos hacerlo todo. Estamos seguras de que no hay cosa que haga un príncipe azul en su caballo blanco, que una damisela en apuros no pueda hacer por sí misma.
Gracias al trabajo que nos cuesta encontrar puntos medios, después de
que nos dijeran que no podíamos hacer un jurgo de cosas, nos dedicamos a demostrar que sí, que somos capaces de hacerlo todo y encima, en tacones. Estamos
empeñadas en parquear en reversa a la perfección, en mantener la casa como una
vajilla china y la relación como la de Verozco y Achury, en ser ejecutivas
brillantes para no depender económicamente de nadie, y en ser jóvenes y bellas
mientras solitas abrimos cualquier cantidad de tarros de mermelada (light).
Y entonces, si podemos hacerlo todo ¿Por qué a veces no?
El fracaso está siempre ahí, esperando en su oscuridad abrazadora a
hacernos bajar la mirada al piso, para recordarnos que no somos diosas sino
simples mortales. El fracaso nos recuerda lo que nunca aprendimos. Como un
amigo de toda la vida, que cada vez que me gana en Preguntados me dice que las
mujeres no tenemos el gen del saber perder. Puede ser que mi amigo esté
exagerando porque sabe que al fin de cuentas le he ganado el doble de veces que
el a mí, o quizás sí, quizás el estrógeno no deja lugar para conocer la derrota
y serle amable. Con el agravante de que a medida que pasan los años los
encuentros con ella se vuelven más largos y frecuentes.
Para mí, todo se jodió en el momento en que la Barbie, no contenta con
ser ella, empezó a tener cientos de profesiones, a ser la mamá de Kelly y la
esposa de Ken. En mi caso, no era Ken sino el Batman de mi hermano (lo cual
sólo empeoró las cosas porque ya no tenía que llevar a la casa un novio sino un
superhéroe). A lo mejor sabríamos no tenerlo todo si por lo menos cuando
decidieron darle a Barbie todo ese equipaje, le hubieran bajado una talla de
brassiere, pero no.
A la idealización de la mujer se le impone cortante la realidad: Una
relación feliz que terminó hecha una sola tristeza, una cuenta bancaria desierta,
una familia quebrada en pedacitos, un número en la balanza, una casa patas
arriba, un corazón que hace rato no siente nada o un trabajo que nunca nos ha
hecho sentir nada. En fin, a la deidad de mujer que todo lo puede se le impone
la mujer al otro lado del espejo, que nos mira con cara de intento fallido
preguntándonos donde hijueputas están sus superpoderes.
¿Y los hombres? Ellos ahora hacen acrósticos de lo maravillosas que
somos las mujeres, de las verraquitas que sacan adelante familias enteras, de
las caras de rosa sin cuya existencia nada valdría la pena. Especialmente los 8
de Marzo, siempre aparece algún man con una tarjeta de gusanito.com a recordarle
a uno que lo que les pidamos lo pueden, y si no pueden no existe, y si no
existe se lo inventan por nosotras; porque somos pues la bomba. Y encima uno
tiene que darle las gracias.
Pero nadie habla de lo que es ser una mujer que fracasa, nadie puede
hablar de una divorciada sin tapujos, nadie se imagina a una mujer quebrada y
en la ruina, nadie sabe poner en palabras, o escribir en un blog, lo que es
mirar la vida de una mujer y decir “¡Esto es una mierda!”. El mito de la mujer
que fracasa es una realidad y no hay nada que hacerle. Así son las cosas. Las
mujeres también fracasamos, fallamos majestuosamente, perdemos sin saber perder.
Gracias a la aceptación del fracaso femenino, quién nos quita, podamos
encontrar el éxito como lo describía Churchill, como ese aprendizaje de ir de
fracaso en fracaso sin desesperarse. Quién nos quita, un día, por encima de ese
nudo en la garganta que no deja hablar, podamos decir: “Si perdí, la cagué, fracasé. ¿Y qué?”
Para poder comenzar de nuevo.
Laura Viviana Ortíz
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