sábado, 8 de noviembre de 2014

El apéndice del closet





Ese par me está mirando. Lo sé. 

Me está mirando con expresión sobradora, con cara de que ganó antes de empezar a jugar. Es la cara que hace uno cuando ve que el parcial que le tocó es igual al de semestres anteriores que usó para estudiar, que es la misma cara que hace el arquero cuando ya sabe hacia dónde le van a cobrar el penal. No me pregunten cómo un par de zapatos me hace esa cara, pero la hace. Ellos dos son mi última adquisición, un par de zapatos... de tacón, claro, no es de buena educación desacostumbrarse a las malas costumbres. Ambos me miran y saben que me los voy a poner, no les importa - ni a mí- si tengo que caminar largas distancias, darle vueltas a la muralla China o hacer transbordo en la estación del Ricaurte. Tampoco les importa si me he puesto tacones los últimos 8 días o si van a seguir con esa costumbre Murphiana de clavarse en cualquier grieta de la agrietada y hermosamente estropeada Bogotá. 

El dilema, que no es en realidad uno, es si deba elegir a ese par de zapatos vertiginosos, limitantes por su condición de no estar hechos para caminar, o si por el contrario deba hacer lo que dictan la lógica y la ingeniera que habita en mis rincones y me dice que me vaya por esos botines negros planos que cumplen con su función primitiva de proteger mis pies. Qué curioso que existan zapatos que no están hechos para caminar. Son como un policía de transito donde ya hay trancón, o más exactamente, son cómo el apéndice que sólo sirve para enfermarse. Eso son los tacones: el apéndice del closet femenino. 

Si parecen sólo servir para hacer del caminar algo doloroso en lugar de práctico y placentero, ¿Por qué siempre terminamos volviendo a ellos?  Quizás para algunas es un requisito social que nos tocó por default, o para otras es la única manera de ganar unos centímetros y atenuar el complejo de perfume fino. Pero si tú eres de las mías sabrás que treparse en esos objetos es algo más, es la música del taconeo como banda sonora al caminar, y es el deseo femenino, íntimo y personal satisfecho, porque aunque a veces nos vistamos para los hombres, siempre nos calzamos para nosotras. Cuando una mujer camina de puntitas algo pasa, algo que la hace sentir diferente, algo que no existe en ningún otro lugar. 

Así esos tacones, los que me hacen cara de celador argentino que se cree el dueño del edificio, trascienden su condición física y adquieren un significado desde otras dimensiones. Quiere decir que la madera, el cuero y el metal de la punta del tacón no están hechos de átomos sino de feminidad y feminismo, están hechos de lo poderosa que me siento en ellos, de auto-confianza, de un deseo irracional, caprichoso, obsesivo y reincidente, están hechos de fetiche y felicidad. Es igual para todas las mujeres que ejercemos la práctica de caminar en tacones como si fuéramos trapecistas del Circo de Sol. Esos zapatos que elevan y empinan, son una extensión de nosotras mismas y por eso siempre volvemos a ellos, como la botella con el mensaje del náufrago a la isla desierta. Siempre vuelve.  Las veces que creo que no vuelvo a ellos es porque nunca me he ido, porque nací con tacones y desde ese entonces no me los quito.

Si tenemos zapatos que empoderan, expresan nuestro carácter, nuestras intenciones, nos dan conciencia de nuestro cuerpo, de nuestra mente e inteligencia ¿quién necesita un par que lo único que tienen para ofrecer es servir para caminar? No tengo nada en contra de lo cómodo y lo práctico, simplemente elijo otros propósitos porque mis prioridades son diferentes. El dilema que antes no era un dilema ahora ya ni existe. Si me hacen la típica pregunta de ¿Cuál es la parte de tu cuerpo que más te gusta? elijo responder  'el apéndice'.  Si me preguntan por mi predilección dentro del closet diré lo mismo, que amo lo inútil y lo extravagante. El apéndice es bien curioso, porque pareciera que sólo sirve para enfermarse pero encierra todos los misterios de la evolución, de lo que somos, tal y como los tacones.






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